martes, 21 de agosto de 2007

H2, la obra maestra del gran Adachi

Hace dos días terminé de rendir mis exámenes y decidí aprovechar mi tiempo libre (re)leyendo uno de los mejores manga que he tenido el placer de descubrir a lo largo de los años: H2, de Mitsuru Adachi.

Si no saben lo que es el manga, primero por favor salten de un puente muy alto. Después búsquenlo en Google.

Para aquellas pobres personas que no lo conocen, Adachi es en mi para nada humilde opinión simplemente uno de los mejores mangaka (creador/dibujante de manga) de todos los tiempos, y ya lleva más de 30 años deleitándonos con sus historias. H2 es sólo uno de sus muchos y variados manga, entre los que no puedo evitar mencionar a Touch, Rough, Jinbee, Hiatari Ryoukou y Katsu!, aunque H2 sí es su más larga historia (34 volúmenes o "tankoubons" en japonés, y 338 capítulos). Como decimos por Argentina, una bocha de páginas y páginas.

También quizás sea su más popular historia, aunque Touch es la que lo llevó a la fama. De todas maneras, y como sobre gustos no hay nada escrito, es probable que otras personas consideren a alguna de las que mencioné mejores que H2. Pero como esta reseña está escrita por moi, no me importa, y les voy a contar un poco de qué se trata esta gema.

En pocas palabras, H2 es una comedia romántica dramática basada en el juego del baseball.

Antes de que salgan corriendo despavoridos, quiero aclarar que considero al baseball como el más aburrido de todos los deportes inventados por el hombre, quizás quedando en segundo lugar ante el fantástico curling, donde un flaco hace deslizar una gran tetera por una pista de bochas cubierta de hielo mientras un equipo de tarados barre con desesperación el lugar de la pista por el que está a punto de pasar. Y a pesar de esto disfruté todas y cada una de las escenas de deporte de la larga historia, y hasta creí entender las ridículas reglas del baseball, probablemente inventadas por un inglés que se puso a jugar al críquet un día después de haberse inyectado tranquilizante para caballos en las corneas.

Este es uno de los grandes secretos del genio de Adachi: su capacidad para utilizar al deporte como un medio más para que sus personajes interactúen y expresen sus sentimientos. A uno le importa lo que pasa durante los partidos, porque se ponen en juego los sueños de jugadores, entrenadores y espectadores. Es difícil de explicar, como siempre lo es lo verdaderamente original.

La dinámica de la historia está basada en un "cuadrángulo" amoroso, sin embargo. Hiro y Hideo son grandes amigos. En el equipo de secundaria baja en el que jugaron juntos, Hiro era el "pitcher" (lanzador), el as del equipo, y Hideo el mejor bateador. Juntos llevaron a su equipo a ganar el torneo nacional, y todo indicaba que el trio de jugadores estrella (Hiro, Hideo, y su amigo Noda, el "catcher" o receptor del equipo) estaban destinados a dominar el torneo nacional de secundaria alta, famoso en los manga de Adachi y llamado "Koushien" en Japón.

Sin embargo, un especialista en medicina deportiva advierte a Hiro y a Noda que si continúan jugando al baseball pueden lesionarse de por vida, con graves consecuencias para su salud, por lo que deciden con gran dolor dejar el baseball, y se anotan en la secundaria Senkawa, que no tiene equipo de baseball. Hideo en cambio termina en la secundaria Meiwa, famosa a nivel nacional por su equipo, y comienza lo que promete ser una carrera estelar. Cuando se descubre que el deportólogo era un estafador y que ambos Noda y Hiro están en perfectas condiciones, sin embargo, éstos deben esforzarse por formar un equipo de baseball en su nueva escuela desde cero, preparando el escenario para un encuentro épico entre los dos mejores amigos.

Para complicar el asunto, Hiro parece enamorarse tanto de Haruka, una chica que conoce en Senkawa y que se convierte en la asistente del equipo de baseball de la secundaria, como de Hikari, su amiga de la infancia que sucede es también la novia de Hideo. Y Hikari también parece tener dudas en cuanto al recipiente de sus afectos... Explicar la compleja trama de H2 es fútil, pero Adachi utiliza estos elementos y muchos más para contar la que quizás es su más dramática historia. Aquellos que la lean van a reír, van a llorar (bueno, no los machos de pelo en pecho como yo, pero los flojitos seguro que lloran), y se van a sorprender ante los giros de la historia.

No puedo recomendarla más. Si tienen la oportunidad de leerla, no lo duden. Ahora, una pequeña descripción de unos pocos de los personajes principales:

Hiro Kunimi - Uno de los dos héroes de la historia, y el mejor amigo de Hideo. Era el pitcher estrella del equipo de secundaria baja en el que jugaba junto a Hideo y Noda, pero el incorrecto diagnostico de un doctor puso fin a su más grande amor: el baseball. Se inscribe en la secundaria Senkawa para olvidarlo, y allí conoce a Haruka. Ha sido amigo de Hikari desde que ambos eran chicos, y aunque es un poco pervertido (¿quién no?) tiene un gran carisma y carácter.

Hideo Tachibana - El otro héroe de H2. El mejor amigo de Hiro, con el compartía equipo en secundaria baja. Ahora es el bateador estrella de la secundaria Meiwa, y ha sido novio de Hikari por varios años. Un joven serio y responsable, que tiene una fe inquebrantable en sus amigos y quiere encontrarse nuevamente con Hiro en el campo de juego, como rivales. Es increíblemente susceptible ante el alcohol, una afección de familia.

Hikari Amamiya - Amiga de la infancia de Hiro y la novia de Hideo. Una chica hermosa y con gran determinación, que siempre aparenta saber exactamente lo que quiere, pero suele esconder sus sentimientos. Su hobby es la arquería tradicional, y sueña con convertirse en una periodista deportiva en el futuro.



Haruka Koga - Hija del presidente de la importante compañía Koga, y asistente del nuevo equipo de baseball de la secundaria Senkawa. Es una gran fan del baseball de secundaria, y comienza a interesarse por Hiro después de verlo jugar. Muy inteligente y atlética, pero también extremadamente torpe. Cariñosa y muy dulce, suele ser bastante abierta en lo que refiere a sus sentimientos. ´

Atsushi Noda - El catcher de Hiro y uno de sus mejores amigos, que también jugo en el equipo de secundaria baja junto a Hideo y Hiro. Se unió a la secundaria Senkawa por la misma razón que Hiro cuando le diagnosticaron una lesión en su espalda. Generalmente es bastante sabio, y acompaña y asiste a Hiro en sus proyectos, aunque tiene un mal hábito de hacer juegos de palabras de dudosa calidad.

El manga de H2 fue publicado desde 1992 a 1999 en Shonen Sunday, y ha sido íntegramente traducido al inglés por fans. No tengo conocimiento de traducciones al castellano, pero si alguien conoce de alguna por favor avísenme. Sé que Norma Editorial y Manga Clásicos han traducido Touch en España (con traducciones de dudosa a pobre calidad), así que es posible que puedan conseguirse en ese país. Si alguien tiene información sobre el tema, por favor háganmelo saber y actualizaré este párrafo. Las traducciones al inglés fueron realizadas por Mangascreener (#Mangascreener @ irc.irchighway.net) y Naughty Dragon, y pueden encontrar un link al primer grupo en el final de esta entrada. También colocaré dos links al final de sitios que tienen el manga en inglés subido a Internet - pueden bajar al menos el primer volumen de la historia, en caso de que alguien esté interesado en leerlo y ver si es de su agrado. Si usan IRC, cualquier canal de leeching de manga lo tendrá, aunque recomiendo #lurk @ irc.irchighway.com. A propósito, todos los manga de Adachi han sido publicados en Francia, así que si sabés francés, te odio, y tenés suerte. ¡Compralos!

Existen un animé de H2 (41 episodios, traducido al inglés por I Love Anime Fansubs en #ILA @ irc.rizon.net, y también al castellano, pero más difícil de encontrar - usen eMule), con animación de mala calidad con personajes apenas similares a los originales, y una versión "live action" con actores reales, que no he visto pero que fue puesto al aire en 2005 y consta de 11 episodios. También hay links sobre éstos al final de la entrada.

Y eso es todo por el momento. Una vez más: háganse un favor y lean este manga. Realmente vale la pena.

Hasta la próxima.


Links:
Traducciones de Stephen del manga - http://www.mangascreener.com/stephen/h2/h2.html
Mangascreener - http://www.mangascreener.com/
I Love Anime Fansubs - http://www.ila-fansubs.com/?view=projects&id=34
H2 Live Action -
http://www.tbs.co.jp/H2/index-j.html

Downloads para los primeros 26 volúmenes (en inglés) -
http://www.tidwah.net/mangas/
Downloads para todo el manga (en inglés) -
http://www.mangadownload.net/manga.php?a=series&sid=40

domingo, 12 de agosto de 2007

Sofocleto, genio y figura

["Sofocleto" es el nom de plume de un popular escritor peruano, Luis Felipe Angell de Lama, fallecido hace pocos años. El siguiente texto es una introducción escrita por el mismo autor a su diccionario de frases pseudo-célebres de personajes famosos de la historia, y data de los años 70. Lo encontré en la sala de espera de mi dentista, perdido entre textos de odontología y revistas viejas. Que lo disfruten.]





En las primeras etapas del Oscurantismo Religioso (vale decir, desde que Moisés inventó a Dios hasta que Rusia inventó a los curitas de izquierda) los sacerdotes de la época tomaron tan a pecho su labor proselitista que, en menos de muy poco tiempo —sin otra ayuda afuera de los patriarcas, el Decálogo y las cámaras de tortura— promovieron su mercadería metafísica a nivel universal y lo hicieron con tanto éxito que, prácticamente, convirtieron a todo el mundo. Esto es, a los mansos de corazón los convirtieron en creyentes con la llama de la Fe y a los descarriados irreductibles los convirtieron en chicharrones con esa misma llama, pero aplicada a una hoguera sensacional donde los militantes de la oposición esotérica morían como energúmenos por negarse a vivir como catecúmenos. Según parece, el entusiasmo confesional por el novedoso método de transformar a los herejes en cenizas se hizo de tal modo contagioso que las hogueras proliferaron como italianos y a los incrédulos se les empezó a quemar por todas partes. Sobre todo por la parte de abajo, que es donde les encendían la candela.

Sin embargo, el problema del ateísmo parecía no tener cura.

Bueno, los ateos nunca tuvieron (ni tendrán) cura porque, de lo contrario, no serían ateos sino convalecientes. Pero, a despecho de la frecuencia con que —en nombre de Dios— les sacaban periódicamente la santa madre iglesia, los desventurados de marras persistían en su error y no sólo se negaban a creer en la Santísima Trinidad (el cura, su sobrina y su alcancía) sino que, cayendo en una desconcertante contradicción, cuando los curas les hablaban del infierno, los mandaban al mismísimo demonio, que era, por esos tiempos, el más rotundo sinónimo de lo que hoy se recoge cuidadosamente en los excusados. En viril respuesta, la Iglesia multiplicó sus esfuerzos y sus hogueras para combatir el error con el terror y la falta de Fe con la abundancia de Fa que es la clave musical con que generalmente se grita. Pero pronto se vio que, lejos de acabar con ellos, la represión no hizo sino estimular su desarrollo. Y los ateos comenzaron a reproducirse frenéticamente, sobre todo en el Norte de Europa y en la cama.

Eran, aquellos, tiempos en que —francamente— para ser ateo se requería tener un dios aparte, un espíritu suicida, un morbo masoquista, un deseo de llamar la atención o un complejo de bombero frustrado de esos que sólo se resuelven y apaciguan muriendo entre las llamas, como acostumbran hacer los indios del Perú y Bolivia, donde los otros auquénidos son muy difíciles de domesticar. A los ateos les rompían el alma para demostrarles, por la contundente vía de los hechos, que el alma existía, pero ellos se mantenían firmes; los encerraban a pan y agua para enseñarles cómo no sólo de pan vive el hambre, pero ellos se mantenían firmes; por último, les gritaban enérgicamente "¡Posición, Descanso…!", pero ellos se mantenían firmes…

Así las cosas, el Supremo Consejo de la Inquisición, que tenía a su cargo las operaciones (sin anestesia) relacionadas con la salvación de las almas ajenas y cuyos ideólogos iban de fracaso en fracaso porque les resultaba imposible concientizar ateos y reclutar agnósticos para la tropa celeste, requirió del renacentista Torquemada (gran precursor de la Hípica porque convertía a cualquier incrédulo en jockey con sólo dos sesiones de potro) una oportuna orientación respecto al mejor camino para llegar al corazón de los relapsos sin necesidad de autopsia. La respuesta del paternal inquisidor no dejó lugar a curvas:

— ¡El recto…!

Se refería, desde luego, al camino recto. Pero la espantosa interpretación que, erróneamente, se dio a su filosófica sentencia, habría de traer —sobre todo para los ateos— terribles consecuencias posteriores. Es decir, cuando en busca del mejor camino para propagar la Fe, sus agentes publicitarios comenzaron por hacer un uso torcido del recto.

Porque dos acontecimientos tienen lugar a partir de la piadosa orientación prescrita por Torquemada: Por un lado, se inventa el Empalamiento y por el otro, o sea por la boca, la Incoherencia Fonética, resultante de tan bárbaro argumento, cuya lógica era a tal punto convincente que dejaba a los ateos con la boca abierta, petrificados en un bostezo de terror. Claro, no faltan quienes afirman que, con su técnica del Empalamiento, la Iglesia hizo un aporte fantástico al desarrollo de la Medicina, perfeccionando los purgantes de madera pulida, las diarreas milagrosas, la exploración del colon y la digestión a la inversa. Pero eso es puro fanatismo y carece de validez científica como para tomar esta opinión en cuenta. Lo cierto es que —quiérase o no— el método dio resultados fenomenales, como ocurre siempre cuando el que aspira a convencernos de algo tiene, al mismo tiempo, la sartén por el mango y la ley escrita en papel higiénico, para usar de ella como le parezca oportuno y conveniente.

Los procedimientos de la Inquisición eran relativamente sencillos y, si hemos de ser honestos, se aplicaban en el marco de la más austera intimidad. Nada de pompa mundanal ni de incómodo protocolo o ceremonias inútiles. Si, respecto del Empalamiento, nos atenemos a lo que registran los Anales de la Inquisición, el acto era de una simplicidad verdaderamente ejemplar.

— ¡¡¿Hay Dios…?!! —le preguntaban los oficiantes al ateo favorecido con el cuestionario sicodélico, en el momento mismo de iniciarse la tortura. Esto es, al aplicársele aquel imponente supositorio de la Vida Eterna, debidamente engrasado para suavizar las cosas.

— ¡¡Ayyy…!! —gritaba la víctima, invirtiendo en ello todas sus reservas de oxígeno y sin saber que su delirante manifestación la matriculaba automáticamente en los registros de Jehová quien, según parece, no tenía mayor preocupación por la ortografía audífona.

— ¡¿Hay Dios…?! —insistían aquellos alucinantes catedráticos de Teología Medieval, entusiasmados ante tan instantánea y prodigiosa conversión.

— ¡Ayyy…! —se reafirmaba el ateo, en todas sus partes, con los ojos de blando riguroso porque, al primer ensayo, las niñas se le retorcían hasta quedar en postura de mirar para adentro. Y era la apoteosis.

— ¡Ha reconocido que hay Dios! —proclamaban los desalineadores, conmovidos hasta las lágrimas y transidos de benemérito misticismo—. ¡Hosanna… Hosanna…!

Y aunque el agraciado no podía sanar ni un milímetro después de aquella incalificable experiencia digestiva, los inquisidores se felicitaban entre ellos y se arrodillaban en el éxtasis del deber cumplido, conscientes de su triunfo catequista pero ajenos al hecho de que el flamante cadáver había reeditado —in artículo mortis— una de las más antiguas Frases Célebres que registran en sus archivos la Historia y la histeria de la Humanidad.

Porque, en efecto, remontándonos hasta los capítulos del Paraíso Terrenal (así llamado visto que los animales no tenían voz ni voto) es evidente que "¡Ayyy…!" debió gritar Eva cuando tuvo Adán la ocurrencia de inaugurar la manzana formidable y que "¡Ayyy…!", también, alcanzó a manifestar Abel cuando Caín le redujo el cerebro a un consomé de sesos, dándole de baja en la familia y mandándolo de un solo viaje a pasar revista en el otro mundo, lugar donde el único residente era el burro (fallecido en circunstancias que no detalla la Biblia) cuya mandíbula inferior sirvió para eliminar al occiso en el libreto del Antiguo Testamento.

Básicamente, la historia de la Humanidad es, al mismo tiempo, la historia del "¡Ayyy…!", dicho por el prójimo en todas las formas, latitudes, edades y circunstancias, porque el Hombre es un perro que no necesita presentación en cuanto a su habilidad natural para hacer gemir a los demás: Desde que nace (cuando gime su madre entre dolores de parto, por el hijo que llega) hasta que muere (cuando gimen sus acreedores por el sinvergüenza que se va), pasando por los acápites de la novia incauta que gime antes del hecho, durante el hecho y después del lecho, del amigo confiado a quien hace la suciedad de dejar limpio y de todos los caminos que surcó, abriendo una estela de tardías maldiciones en su decurso por la vida. "Primero fue el Verbo" dicen los especialistas en ortopedia espiritual, sin perder su tiempo en concretar a qué verbo determinado se refieren, porque todos ellos —gemir, llorar, saber, maldecir, creer y, así, hasta el infinito— nos conducen ineluctablemente hacia el "¡Ayyy…!" final, epilogante y trágico de la vida.

"¡Ay de los vencidos!", dijo Breno, justificándose cuando lo sorprendieron haciendo trampa en la balanza. Pero aquel tremebundo guerrero no se refería a los documentos bancarios ejecutados en el paredón notarial, por falta de pago, sino a los infelices que —para su desgracia inenarrable— militaban en las filas del equipo perdedor, a la hora de hacer inventario y repartir los premios de la batalla. Particularmente si consideramos que dichos premios consistían, en la mayoría de los casos (Digamos, el 100% o algo más) en amputarle la cabeza al contrincante derrotado, para quitarle, junto con dicha pieza del organismo, cualquier posibilidad de cicatrizar y pedir revancha a corto plazo. "El único enemigo bueno es el enemigo muerto" decía Nerón, filósofo de la Antigüedad que sus buenas razones tendría para afirmarlo de modo tan rotundo. Semejante pensamiento presupone, desde luego, toda una Escuela generatriz de "ayes" poliformos. Y es que, a través de los siglos, "¡Ayyy…!" se dijo, musitó, barbotó, aulló y gritó en cualquier clase de rincón o lengua conocidos por el Hombre. Claro que, para lanzar un "¡Ayyy…!" al éter no se requiere un dominio especial de esta u otra lengua concreta ya que ni la propia lengua de carne y hueso, como quien dice resulta indispensable para emitir un alarido de aquellos que se producen a nivel garganta, con acompañamiento de faringe y amígdalas si la motivación dura lo suficiente como para ofrecer un recital de gritos a toda orquesta. Pero lo importante es que hasta la fecha, el Dolor –sobre todo si tiene un carácter sorpresivo y contundente— ha sido el único agente externo capaz de hacer hablar a un mudo. Verdad es que los mudos solamente alcanzan a decir "¡Ayyy…!" de modo gutural y poco claro, acompañándose a veces con letras de manos, para completar su desesperado mensaje. Pero eso demuestra que si torturásemos a un mudo todos los días, durante quince o veinte años, al final terminaría hablando correctamente cualquier idioma, lengua o dialecto, incluyendo el esperanto y la taquigrafía.

Existen, desde luego, algunos sustitutos idiomáticos de alta eficacia para reemplazar al clásico "¡Ayyy…!" de que nos venimos ocupando. "¡Mamá…!", por ejemplo, que emplean numerosos adultos de ambos sexos, cuando la situación se pone más peluda de lo recomendable, o "¡Socorro!", cuando el protagonista del estreñimiento no tiene objeción en hacer a la intervención de terceros en asuntos privados. Esto, en el ámbito del Dolor que, por desgracia, preside largamente el concierto de manifestaciones humanas. Pero el Hombre, sustancialmente, es un ser que necesita expresarse y decir algo. No sólo en algunos países socialistas (todos) donde únicamente se puede abrir la boca para bostezar, comer o hacerse revisar la dentadura, y en algunas repúblicas dominadas por sendas minorías democráticas, como se llama actualmente a la fuerza bruta, sino en todo lugar del mundo y parte del extranjero. Dicen algo los que escriben, los que pintan, los que esculpen, los que componen y, en algunos casos, hasta los que hablan. Esto, con excepción, naturalmente, de los discursos políticos, que los pronuncia quien no los escribe, los escribe quien no los siente y que los escucha quien no tiene el menor interés en ir preso por hacerse el sordo. Pero existe en el Hombre una fuerza natural que lo empuja a expresarse e individualizarse en el inmenso río de la vida. En ciertas circunstancias, desde luego, el empujón es demasiado violento y el sujeto sólo consigue perpetuarse al otro lado de una lápida, donde la frase que le ponen ("Descansa en Paz") no es siquiera suya sino de un fabricante de colchones, que la inventó. Pero, mayoritariamente, el Hombre se expresa, inclusive a costo suicida, como el tipo que gritó "¡Me opongo!" en una asamblea de caníbales o como el ciudadano que no puede reprimir un "¡Yo!" cuando se pide un voluntario porque nadie quiere ir.

Ahora bien, como es lógico, en la Historia no cabe todo el mundo porque tampoco se trata de una guía telefónica sino de un registro donde se anotan los hechos más saltantes cometidos por la especia humana, desde que comenzó el partido hasta la fecha. En tal sentido hay una cierta injusticia discriminante que afecta a millones y millones de seres anónimos, susceptibles de haber dicho alguna cosa trascendente y genial, pero ignorada, sin embargo, por los compiladores del pasado, para quienes sólo tienen jerarquía y validez las cosas dichas o repetidas por los Grandes Hombres. Mas, ¿qué es un "gran hombre"? Por la estatura no se miden, como que Napoleón el Grande no daba la talla para inspector de zócalos mientras que a Napoleón el Pequeño no le faltaban sino dos centímetros para graduarse de sueco. Por el sexo tampoco, visto que Catalina de Rusia, inscrita como "hembra" en el Registro Civil, hubiera podido triunfar como levantador de pesas o como barítono, mientras, por su lado, Séneca, con barba y todo, no se limitó a enseñar Filosofía sino otras partes del organismo a los efebos que también entraban por la variante socrática si esto les ganaba puntos para aprobar el curso. A su vez, ya en una franca posición tercermundista, Julio César es reconocido hasta en las mejores Universidades como una especie de ambidextro hormonal que ejercía indistintamente de hombre o mujer, según le amaneciera el hígado, para emplear una metáfora. No es el sexo, no es el tamaño, no es siquiera la condición económica (Diógenes era tan paupérrimo que vivía en el más completo silencio para que no se le despertara el apetito mientras que Creso tenía tanto dinero que mandó a inventar la lima para poder gastarlo) o social (Queensberry fue marqués mientras que Hans Christian Andersen se quedó dinamarqués, por más esfuerzos que hizo para ascender) lo que determina, entonces, la condición de "gran hombre" en el ordenamiento de la inmortalidad y la fama. Dicho en otras palabras, cualquiera puede ser un gran hombre –solamente hay que morirse y caerles simpático a los historiadores— pero no todos pueden inscribir una Frase Célebre en el libro de los tiempos. Alfonso IV, "El Estúpido", por ejemplo, no dijo nada que valiera la pena consignar, porque "¡Me muero!" (como expresara el real fiambre) lo dice cualquier hijo de vecino. Sobre todo cuando es verdad que el tipo se muere o cuando el médico le ha jurado por María Santísima que lo suyo no es nada grave.

Ahora, veamos, ¿quiénes han sido los verdaderos autores de las Frases Célebres? Yo, vamos al caso, estoy seguro de que "Ser o no Ser" fue dicho miles de veces (antes que Shakespeare rescatara la frase para Hamlet) por cualquier sujeto enfrentado a la disyuntiva de tomar tal o cual decisión: Ser o no ser marinero, ser o no ser vendedor ambulante, ser o no gobiernista, ser o no ser carnudo y, en fin, las alternativas habituales que ponen a la humanidad en el pináculo de la duda o en las profundidades de la incertidumbre, para demostrar que la topografía tampoco interesa.

Y lo mismo ocurre con "¡Tu también, Bruto…!", sentencia adjudicada a nuestro ya conocido Julio César pero que, sin duda alguna, debió pronunciarla siglos antes el inmortal Pericles (algo así como "Pedrito", en griego) al comprobar que el octavo de sus hijos era tan imbécil como el resto de sus hermanos. Porque se pueden heredar la fortuna, el apellido y la hemofilia, pero la inteligencia no. Desde luego, resulta evidente que muchos hombres célebres legítimos (vale decir, importados) pronunciaron palabras consagratorias en los momentos cruciales de su tiempo: "¡Luz, más luz!" dijo Goethe cuando se le acabó la vela mientras cabalgaba una bacinica, y "Desde la cumbre de esas pirámides, cuarenta siglos nos contemplan" comenta Napoleón cuando la mamá de Josefina se encaramó a la de Cheops para observar el panorama, visto que dicha vieja estaba tan arrugada como la corteza terrestre. Por su parte, nadie duda que Judas Iscariote murmura "¡¿Yo, Señor?!" cuando lo acusan de haberse comido el pollo de la Ultima Cena, ni que Galileo grita despavorido “La Tierra se mueve” cuando se produjo el terremoto de Florencia, que no dejó un solo muerto en pie. No, nadie lo niega, pero ¿fueron estas y otras que la Historia adjudica a grandes hombre, la expresión verdadera, suprema y esencial de sus personalidades? ¿Hubo censura al recoger algunas Frases Célebres, como aquella de "¡Xoder, con las almorranas…!", que habría lanzado Fernando el Católico, al descubrirlas en Isabel la ídem, durante su luna de miel? ¿Tuvo la Historia acceso a la intimidad profunda del Seleccionado Inmortal? Creo que no.

Tomemos el caso de Nabucodonosor.

Todos sabemos que Nabucodonosor escogió este nombre para pasar desapercibido y que con él se hizo famoso a través de catorce batallas y ciento ochenta mil crucigramas. Pero, aparte de su nombre, Nabucodonosor era un ser humano como todos nosotros. Nabucodonosor sentía, Nabucodonosor amaba, Nabucodonosor reía, Nabucodonosor sufría, Nabucodonosor soñaba (particularmente al dormir), pero era imposible que con esa fórmula química que tenía por nombre, Nabucodonosor pudiera escuchar una frase de ternura, una palabra de amor, un diminutivo cariñoso o recibir esa carta que todos esperamos abrir alguna vez. Creo, honestamente, que es imposible decir "¡Te amo, Nabucodonosor!" o "¡Querido Nabucodonosorcito!" sin que la novia se le haga un nudo en la lengua o se le produzca un colapso en el romanticismo. Igualmente, basta escribir "Mi estimado Nabucodonosor” en una carta, para que al remitente no le quede sino firmarla, sin añadirle texto alguno, porque al trazar el nombre se gastó el papael de su recado. Y así, por el estilo, era entonces lógico que Nabucodonosor decidiera cambiarse el nombre, concretando su resolución en una Frase Célebre que aceptaba y resolvía los problemas fonéticos de la mujer amada:

—Sí, pero tú puedes llamarme Pérez…

Sé que al hacer esta afirmación me enajeno las simpatías de todos los Pérez, nacionales y extranjeros, que habitan en el planeta. Sé que me expongo a un serio problema político ya que, en mi modesta opinión, la lucha final por el dominio del mundo no enfrentará a los norteamericanos con los rusos, como se especula, sino a los 900 millones de chinos con los 800 millones de Pérez lanzados a la conquista de la Tierra. Sé que la venganza de los Pérez será terrible, por haber revelado sus proyectos secretos a la humanidad, pero no puedo remediarlo porque también sé –no sé cómo, pero sé— que Nabucodonosor adoptó ese nombre cuando decidió que nunca más habría de utilizarse el suyo anterior, hexasílabo, interminable y complicado, como ejercicio para la curación de tartamudos.

"Pérez" tenía un sonido suave, corto, sencillo, fácil de pronunciar y proclive a relacionarse con el diálogo pre—erótico, por su onomatopeya de suspiro voluptuoso. "¡Pérez, te amo…!" resultaba una frase de amor bastante potable y, si bien al diminutivo "Perecito" se le podían plantear algunas objeciones de tipo romántico, en el orden postal la ventaja de iniciar una carta encabezándola con el escueto "Querido Pérez" de reglamento, era indiscutible y concluyente.

No importa, repito, que más tarde los Pérez me declaren la guerra universal y me combatan desde todas las trincheras negándome el auxilio del doctor Pérez, del abogado Pérez, del ingeniero Pérez, del carpintero Pérez, el comisario Pérez, del mecánico Pérez, del Ministro Pérez, del gasfitero Pérez y de cuanto Pérez interviene (sin darnos cuenta de ello) en nuestra vida cotidiana. No importa si con su acción me desesperan y con su abstención me _desperezan_, que es lo natural cuando uno se queda sin un miserable Pérez que lo alumbre. Lo importante es descubrir ante el mundo que las verdaderas Frases Célebres, las que _sí_ dijeron los grandes hombres en los momentos de pleno reencuentro con ellos mismos, no están recopiladas por la Historia ni expuestas al sereno y objetivo análisis de la posteridad. Apenas si el hombre común que bebe en las fuentes culturales toma pequeños sorbos del ayer, mezclados con la anécdota gallarda que adorna a los personajes del pasado, con la versión interesada y oficiosa de las partes, con la mentira oficial donde, siempre, quienes perdieron fueron los otros, aunque ganaran la guerra y no dejaran virgen sin aprovechar… Es verdad que así se forma la Cultura y se nutren los valores del humanismo, pero también es cierto que se deforman los hechos y que, entre vericuetos coloridos pero falsos, se va perdiendo el Conocimiento, como pasa con los viejitos cuando comienza a disturbiarlos la arteriosclerosis y no saben qué miércoles ocurre alrededor. Los grandes hombres, sin duda, quisieron decir algo y lo dijeron. La Historia debió recoger esas palabras textualmente y no lo hizo. Ningún panorama, entonces, más desalentador que el nuestro, sabiendo que todos los inmortales están muertos y que todos los mortales están fritos.

Sin embargo, nada se ha perdido.

No, nada se ha perdido. Porque, a despecho de la deformación histórica, de la depuración interesada y del manto de silencio puesto sobre los hombros de la verdad desnuda (que, por desnuda, no tiene sostén) contamos con la inteligencia, la deducción, la inducción, la intuición y la dialéctica para reconstruir, al modo cartesiano de la Lógica o Kantiano de la Razón Pura, lo que dijeron aquellos grandes hombres en sus instantes culmines de verdadera humanidad. Quiero decir, cuando se olvidaban de su propia grandeza y actuaban como nunca lo harán los policías de tránsito, los gerentes de banco, los parientes ricos y los recaudadores de impuestos. Como seres humanos.

Yo, naturalmente, no puedo afirmar –como hacen los temperamentales— que Empédocles fue el inventor de la Aerofagia Doble, ni que dicho nombre se le puso por vía oficial, en el mismo Decreto que le prohibía alimentarse con farináceos, leche azucarada, coles, coliflor y nabos crudos mientras permaneciera en la milicia, visto el efecto desmoralizador y dispersivo que su metabolismo producía en los soldados. Pero es innegable que alguna relación hubo de haber habido entre el bicarbonato de la época (mezcla empírica de carbón y anís en rama) y aquel redoblante general cuya indescriptible y formidable Evacuación de Calistigia –durante la cual su ejército no tuvo más remedio que abandonarlo el campamento para no morir de asfixia— sólo tiene parangón en la Peste Bubónica que azotó Europa hacia 1611; obligando perentoriamente a que los franceses inventaran la Perfumería, tanto como negocio cuando como defensa contra el hedor de los muertos y las axilas de los vivos, cuyo prestigio se mantiene hasta hoy entre los descendientes de Carlomagno.

Lo mismo que Empédocles, tenemos el caso de Agripina, precursora de la gripe y fundadora del Estornudo, como punto de partida en la maratón de los estreptococos. Hoy es indiscutible que Agripina pasó con este nombre a la posteridad por el mérito de haber legado –sobre todo en beneficio de escolares y políticos— un Principio jurídico que establece el derecho a enfermarse en vísperas de interpelación o de examen. Efectivamente, "Res frium, omnia res", dijo la interfecta, en grase que algunos irresponsables traducen como "Todos tienen derecho a refrescarse en verano" y que otros, con una mentalidad francamente digestiva, interpretan como "Muerta la vaca, bisté para todo el mundo". Desde luego, se puede pregunta qué diablos de positivo tuvo para los demás este aporte hecho por Agripina a las generaciones venideras pero –como dijo la coma— este no es el punto de discusión. Lo importante es saber qué frase acuñó Agripina para la historia verdadera de los hombres. Yo creo que fue "¡Atchíss…!", que es lo que contestan todos los resfriados del mundo cuando uno les está hablando de otra cosa.

Más que el sueño de la estatua propia o de la calle que lleve su nombre, el ser humano tiene como aspiración máxima de su vida el poder unirse indisolublemente a una Frase Célebre que vaya de boca en boca, como los termómetros y los dentistas, y que se repita sin cesar, como la digestión de las salchichas. Las estatuas y las calles están atadas a un lugar determinado y sólo duran lo que alguien tarde en robarse el bronce del monumento o lo que el Gobierno demore en cambiar a un alcalde que, a su vez, le cambiará el nombre a la calle por el de algún pariente suyo. Pero las Frases Célebres son indestructibles, inmutables y permanentes porque su propia celebridad está en la repetición exacta del texto que las llevó a la fama. Hace muchos años yo conocí de cerca de un gran hombre cuya preocupación esencial giraba en torno al hallazgo de una frase que lo perpetuara mucho más allá del mármol y de las ceremonias académicas. Su inmensa cultura era, al mismo tiempo, su mayor problema, porque comprendía que todo lo verdaderamente importante estaba previamente dicho por otro personaje, ya sólidamente instalado en la inmortalidad. Pensaba en la cama, pensaba en el excusado, pensaba en la mesa y pensaba dedicar los últimos años de su vida a fabricar un texto imponente que, según su opinión, debía pronunciar serenamente, con estoicismo griego, en el momento mismo de entregar su alma al doctor. Como es lógico, se equivocó de oportunidad repetidas veces y hubo circunstancias en que confundiendo una colitis con el último tranvía, se angustiaba entre sus sábanas de enfermo, pensando que la Parca (así llamada porque trabaja sin decir palabra) podía sorprenderlo sin un pensamiento testamentario que legar a la humanidad. Cierta vez, mientras celebraba una diarrea asombrosa por su caudal y frecuencia, llamó a sus familiares, a un notario y a sus amigos más íntimos al pie de lo que él consideraba su lecho de muerte, y recién estaba en los comienzos de una frase que empezaba "Muero con la patriótica satisfacción de…" cuando se le ocurrió toser como fondo musical de sus palabras, desencadenando una violenta reacción del esfínter, que lo hizo levantar violentamente de la cama en un esfuerzo tan desesperado como inútil para transportar aquella preciosa carga al cuarto de baño. Todavía hoy recuerdo con un escalofrío ese reguero detonante, meticulosamente distribuido entre pisos, paredes, sábanas y zapatos de todos los presentes, mientras el prócer apretaba ferozmente la boca, como si ella tuviera algo que ver con la catástrofe.

En otra oportunidad, cuando le vino la retención de orina y tenía que beber el agua a sorbitos muy espaciados porque se le había dilatado el vientre con un embarazo de seis a siete litros, mi personaje consideró que sus gotas estaban contadas y que debía "poner las cosas en orden", como decían los antiguos. Nuevo cónclave de notario, amigos y parientes, y nuevo inicio del ya emitido "Muero con la patriótica satisfacción de…", pero esta vez interrumpido por un grito horripilante, elaborado en las entrañas del candidato a moribundo para anunciar a quien deseara escucharlo que su vejiga había entrado en erupción, promoviendo hacia el exterior y por el único sendero a su alcance, un enorme cálculo, lleno de filudas aristas, que precedía –en su desgarrante trayectoria— al más incontenible diluvio de orina que es posible imaginar en un solo para de riñones. Pasó el tiempo y otras infortunadas experiencias pusieron en nuevos trances, poco solemnes, a ese buen hombre empeñado en inmortalizarse con ayuda del diccionario. Una tarde (según me cuentan, porque yo estaba fuera del país) ya recuperado de los males transitorios, paseaba por cierta calle, masticando pensativamente sus acostumbradas frases célebres, cuando pisó una cáscara de chirimoya, aventada en la acera por algún transeúnte irresponsable, y él, de quien nunca se conocieron habilidades acrobáticas, pegó un salto mortal de tres metros antes de caer contra el pavimento, como establece la ley de gravedad para estos casos. Fue algo terrible. Sobre todo porque antes de cascarse el cráneo en veinte partes, mientras volaba por los aires, media docena de peatones juraron que iba diciendo a voz en cuello: "¡Muero con la patriótica satisfa… crack!" cuando se interpuso en su camino nada menos que la superficie del planeta. Años más tarde, una plaquita de bronce perpetuaba su memoria en la Universidad pero nunca, nadie, jamás, supo qué clase de patriótica satisfacción era aquella con la que había decidido morirse.

Yo creo que, como él, muchos otros grandes hombres, pero de dimensión universal, meditaron también, largamente, las frases célebres con que habían decidido incorporarse a la Historia. Algunos tuvieron suerte y llegaron a decirlas, inclusive en el patíbulo, como le ocurrió a Robespierre en la guillotina, cuando exclamó con una expresión de inocultable disgusto: "¡Esta gente le hace perder la cabeza a uno…!" A otros les adjudicaron gratuitamente los más caros conceptos, elucubrados, tal vez, en sus insomnios, por algún profesor de tercera clase. Hubo, por último, aquellos que –como el prócer de mi cuento— murieron con su Frase todavía inaudita entre los labios; cosa que ocurrió, sin ir más lejos, con Childerico VI, a quien sus admiradores ahorcaron en el tiempo record de veinte segundos con cuatro quintos, promoviéndole tal torniquete en el pescuezo que no pudo emitir sino un imperceptible silbidito como único mensaje a la posteridad.

Pero, siempre, los hombres quisieron decir algo.

Posiblemente no lo que les hicieron decir los historiadores, sino cosas comunes y corrientes de la vida cotidiana. Como Bécquer, cuando se quejaba porque le habían vuelto los golondrinos. O como Iván, que pegaba un carajo y todo iban, porque el mote de "Terrible" no se lo habían puesto gratis, ni mucho menos. Yo pensaba, por ejemplo, en Atahualpa recibiendo de los chasquis una completa información relacionada con las huestes de Pizarro. Le veía el rostro desconcertado e incrédulo ante las cosas que le decían y casi podía escucharlo rechazar la novedad con una frase célebre, que habría de costarle un ojo de la cara, como le pasó al pirata: "¡¿Hombres blancos… con pelos en el rostro y envueltos en metal…?! ¡No puede ser!"

Y ocurrió que sí era, con los resultados que todos conocemos.

Yo pensaba en Betetta, profundamente interesado en ver cómo se alimentaban los recién nacidos; y en Cornelio, suponiendo que su mujer estaba de compras; y en Castrat, explicando por qué no podía tener hijos; y en mi mismo, preguntándome para qué diablos se mete uno a escribir libros, cuando hay tantas actividades más simples, donde tampoco se necesita emplear la inteligencia. Este Diccionario es la consecuencia de haber transitado por la otra cara de la Historia. O, si se quiere, por las pequeñeces de los grandes hombres que son, precisamente, lo que los define como tales. Este es un libro iconoclasta en cuanto no hay trato preferencial para nadie, entre sus páginas: Ni para el santo ni para el tipo normal. Hace mucho tiempo dejé de creer en la solemnidad, cuando supe que San Francisco roncaba como una bestia y que Guillermo el Conquistador había muerto de la sífilis que le encajó una de sus conquistas. En el fondo todos somos iguales, como dicen en la Morgue y como nos lo vienen repitiendo, cada vez con mayor insistencia, los que quieren ser diferentes al afirmarlo. Iguales los poderosos y los humildes, iguales los grandes hombres y los que viven de su trabajo, iguales los fuertes y los que no están con el Gobierno… Muy bien, no hay diferencias y este libro se levanta como una bandera que proclama, precisamente, esa igualdad, pues yo también creo que todos somos iguales; cosa que a mí me tiene sin cuidado. Lo que me preocupa es lo único que nadie nos ha dicho todavía.

¿Iguales a quién… si se puede saber?




Links de interés:

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martes, 7 de agosto de 2007

Hágase la luz

Porque todo tiene que empezar en algún momento, aquí está la primer entrada.

Probablemente pasen meses hasta que decida escribir algo de nuevo, siendo mi tiempo libre virtualmente inexistente por estos días, pero bue', es lo que hay.

La pelusa se empieza a juntar...